Es una obligación reglamentaria informar sobre los ingredientes, el origen, la conservación o el aporte nutricional de los alimentos (grasas, grasas saturadas, hidratos de carbono, azúcares, proteínas y sal). Podríamos lograr serios avances en la observancia de ese mandato con la ayuda de iniciativas que busquen implantar una cultura nacional de lectura competente del etiquetado de los alimentos.
Sí, el problema no solo es de producción y comercio. Reside también en la falta de interés ciudadano en el material escrito, impreso o gráfico que contiene la etiqueta. ¿Cuántos segundos dedicamos a la lectura del etiquetado de los productos que compramos todos los meses? Probablemente menos de 1% de la población dominicana se detenga un momento a leer y tratar de interpretar la información que traen consigo los productos.
Creemos que esa falta de interés radica en una enorme deficiencia de formación básica sobre este asunto. Siendo así, la urgencia sería entonces lograr que cada ciudadano tenga la capacidad de leer e interpretar correctamente el etiquetado de los alimentos, principalmente.
Una mayor cultura sobre el particular sería una forma eficaz de obligar a los productores y distribuidores a ser cumplidores. La libertad de elegir se vería reforzada con conocimientos y destrezas de los que carecíamos. No solo cuidaríamos más nuestra salud con la interpretación casi profesional del etiquetado; también, y esto nos parece crucial, no pagaríamos más por productos que no nos ofrecen mayores beneficios.
¿Quién ofrecería ese entrenamiento básico para aprender a interpretar el etiquetado y así adoptar decisiones beneficiosas para nuestra salud? Las autoridades competentes en materia alimentaria, como son los vigilantes del mercado, el instituto nacional de normalización y metrología y los reguladores en materia de salud e inocuidad alimentaria.
El costo de un programa de formación de este tipo no es inalcanzable. Cientos de ejemplos demuestran que, con la debida comprensión de la importancia social y económica del problema, poco dinero y reales alianzas entre grupos de consumidores, agentes clave del mercado y gobierno, las deficiencias de formación puntuales de la gente en esta materia se podrían transformar en ventajas en el momento de la “libre elección” de los contenidos de nuestras compras.
Los beneficios resultarían inestimables: protección y fortalecimiento de la salud, y menos gastos médicos tanto de parte del gobierno como de las familias.
Uno de los grandes enemigos de los consumidores es la ignorancia. También los efectos devastadores del consumismo y del efecto demostración, así como la publicidad y sus cada vez más sofisticados artificios. De hecho, la peor manera de conocer la calidad e inocuidad de los alimentos es la publicidad. Ella usa siempre calificativos impactantes y la mayoría de las veces engañosos.
Nunca son exactamente ciertos los anuncios publicitarios que dicen en alguna parte de la etiqueta libre de grasas, colesterol y sodio. ¿Ustedes han visto alguna publicidad intensa sobre productos como frutas, legumbres, verduras y pescado, entre otros? Esos son los alimentos que más necesitamos. No están envasados ni vienen empaquetados. En general, carecen de publicidad alguna.
El etiquetado es el medio de comunicación por excelencia entre productores y consumidores. Para que lo sea efectivamente los primeros tienen que ser cumplidores responsables y los segundos estar provistos de los conocimientos que demanda el entendimiento de la información que acompaña todo alimento.
¿Por qué no pensar en una regulación que asegure la comprensión de esa información? Una buena manera de asegurarnos evitar tener jóvenes hipertensos, diabéticos y obesos a temprana edad, sería la de llevar un manual a las escuelas para enseñar a nuestros hijos y nietos cómo conseguir un alto nivel de protección de la salud mediante una interpretación correcta de la información que nos ofrecen los alimentos que seleccionamos como autómatas en las estanterías de los establecimientos comerciales.