Haití y República Dominicana son dos países atados. Haití ha sido y será un tema serio para República Dominicana. Estamos histórica, natural y geográficamente atados en la existencia. Es nuestro principal socio comercial luego de Estados Unidos. ¿Quién se atreve a decir lo contrario? Estas son verdades irrefutables que, independientemente de lo que pensemos, están ahí frente a todos.
La coexistencia nos toca porque sí. El viejo refrán de que tu vecino es el familiar más cercano también se aplica en este caso, guardando las diferencias y respetando las características culturales, sociales y económicas.
Los haitianos, como los mexicanos y los demás inmigrantes para la economía estadounidense, son importantes (casi esenciales) para nuestro país. Imagine un solo día sin ellos en nuestras actividades. Sólo habría que preguntarse qué sucedería con sectores tan vitales para el producto interno bruto como son turismo, construcción y agricultura.
Si están en nuestro territorio se debe, fundamentalmente, a tres razones: no tienen oportunidades de empleos en su país, por lo que se ven obligados (forzados económicamente) a emigrar; lo dejamos entrar porque nuestra economía demanda esa fuerza laboral, ya sea porque resulta más económico y hay menos costos para los empleadores; o son traídos porque el cáncer social de la corrupción junta a corruptos y corruptores, alimentando un mercado informal de trata de personas dispuestas a pagar para cruzar hacia un país que ha logrado un mejor desarrollo que el suyo.
La emigración no es una elección del ser humano; es una consecuencia de los actos irresponsables de quienes tienen bajo su responsabilidad administrar con equidad las riquezas del pueblo. Haití, entre los siglos XVI y XVIII, fue una de las colonias preferidas de Francia. Hoy es un desecho producto del saqueo generalizado que ha sufrido. Todo aquel que ha tenido una cuota de poder en ese país ha querido “sacar lo suyo”.
República Dominicana, con una economía que es ocho veces el tamaño de la haitiana, debe mirarse en ese espejo. Nuestros gobernantes deben entender que la distribución equitativa de las riquezas es una decisión inteligente.