Las transacciones entre humanos comenzaron con trueque, es decir, con el intercambio de mercancía por otra equivalente. Los problemas de este sistema comenzaron cuando, por ejemplo, uno de los “entes de ese mercado” sólo necesitaba media vaca. ¿Qué haríamos con la otra mitad?
El problema se solucionó (luego) con granos y otros productos que llegaron a ser utilizados como las primeras “monedas de intercambio”. Con el pasar del tiempo ocurrió otro problema: alguien tenía muchos granos que no sabía qué hacer con ellos y se dio la primera “devaluación”. Más adelante se acuñaron las primeras monedas de metal (o su equivalente) a las que les dio un valor nominal.
Con la llegada de los europeos a lo que hoy es América se produjo otro fenómeno económico: la pérdida de valor de las monedas de metal porque “la emisión monetaria” de aquellos primeros años del siglo XVI hubo que emitir más dinero para pagar las deudas contraídas los gobiernos para pagar los gastos de guerra y porque la proporción de oro y plata era cada vez menor en los medios de intercambio.
El desarrollo de la humanidad ha traído consigo diversas soluciones a una de las actividades más frecuentes de las sociedades: el comercio. Transar un producto o servicio sucede a cada instante. Para ello es necesario un medio de intercambio con algún valor equivalente. Aquí llega el dinero físico, en papel o metal, pero también están el dinero virtual, que no se puede tocar, pero cuyo valor es similar al que por cientos de año ha sido parte del desarrollo de la economía, incluso desde antes de la primera Revolución Industrial en Inglaterra.
Con la Revolución Digital hay otro problema: el surgiendo de monedas que “flotan en el mundo imaginario de la tecnología”, que no son más que activos digitales (también imaginarios e intangibles) en los que internautas (no sé si ambiciosos en demasía) invierten con la esperanza de que suban de valor para “ganar dinero sin ningún respaldo real”. Partiendo de esta reseña, podría afirmarse que estamos entrando en un mundo desconocido e impensable.
Debemos estar conscientes de que, en algún momento, justamente por el avance de las tecnologías y los nuevos medios de pago, el dinero físico (tangible) no será necesario para transar. La tarjeta de crédito, cuando apareció a inicios de la segunda mitad del siglo XX como medio de pago, fue el primer instrumento para transar que en sí mismo no era dinero, sino “una promesa de cumplimiento por parte del titular, cuyo historial financiero y arraiga económico lo hicieron sujeto de crédito de parte de un banco.
Con el avance de la tecnología está más que demostrado que el dinero, por sí solo, no es más que una cifra, es decir, “dígitos numéricos” que expresan un valor con poder de compra, pero que, a su vez, tienen un respaldo en una fuente real que lo produjo, ya sea el trabajo, un bien producido o un servicio ofrecido. Quiere decir, por ejemplo, que nadie puede recibir “cifras en su cuenta de banco” si no ha realizado una acción productiva.
Lo del dinero digital es y será una realidad siempre. Hay una infinidad de razones que justifican la desaparición del dinero físico como medo de pago. No pasará en su totalidad ahora ni mañana, pero sucederá. Acuñar o imprimir dinero es costoso, riesgoso por los peligros de la delincuencia, expone a quien lo posee a ser asaltado y, además, con el tiempo hay un deterioro físico, lo que obliga a repetir una y otra vez el proceso de acuñación. Y ni hablar de los efectos del dinero físico en el medio ambiente.
El dinero digital, siempre respaldado por una institución real, como los bancos centrales, es fundamental también desde el punto de vista de la agilidad que imponen los nuevos tiempos. El comercio internacional requiere de prontitud.
Ahora bien, esto debe hacerse con un orden, con apego a reglas internacionales que regulen la emisión monetaria de dinero digital, es decir, que sigan siendo los bancos centrales los encargados de saber cuánto dinero se necesita en la economía, utilizando los mecanismos demostrados como efectivos. El hecho de que el dinero sea virtual, si lo ponemos en perspectiva, tiene una desventaja: el consumidor pudiera verse tentado a gastar más de lo que debería por el simple hecho de que no lo está tocando, es decir, en términos no siente que está gastando, aunque luego lo sentirá en sus estados de cuenta.
En este mundo del dinero o activos digitales entran las criptomonedas. El economista y premio nobel Joseph Stiglitz las considera peligrosas porque facilitan el lavado de dinero a gran escala. Yo diría, para sumar esta posición, que realmente podrían incentivar la corrupción, el terrorismo y el narcotráfico, para ser más específico.
El dinero no puede ser creado de la nada. Las criptomonedas “descansan” en un mundo irreal, sin respaldo tangible de ningún Estado o institución que las fiscalice. Lo que sí ha logrado todo este mundo de los activos virtuales, como también se les llama, es abrir los ojos de las economías más influyentes del mundo para crear sus propias monedas virtuales, que sí serían respaldadas por la institucionalidad de los Estados.
Sobre las criptomonedas, Stiglitz es tajante: “Clausúrenlas”, según declaró al semanario alemán Der Spiegel en relación a las divisas digitales como el bitcóin. Su prohibición no la ve difícil, pues podría darse en el punto de la cadena en el que las criptomonedas se cambian a dinero normal. Otro aspecto a tomar en cuenta, desde mi punto de vista, es que el sistema financiero global, justamente por las exigencias, está cada día más compelido a implementar políticas de transparencia, lo cual sería imposible a través de las criptomonedas.
A manera de conclusión, si queremos que el mundo no caiga en un hueco sin fondo, abordar con cuidado extremo este tema por quienes tienen poder de decisión, sobre todo con tiempo, será fundamental para que mantengamos un sistema financiero libre de la peor peste que puede atacarlo: el lavado de dinero.