Vivir en armonía con las personas que nos rodean nos parece sencillo y parte del sentido común, pero ¿cuántas veces hemos reflexionado en la trascendencia de nuestras acciones diarias, por más pequeñas, irrelevantes, o “pasables” que nos parezcan?
Todos, en algún momento, tendremos a esos vecinos que lo serán de locación y no de proximidad, si ustedes me entienden.
Son esos personajes que nos llevan la primicia de las malas noticias del barrio de las que no nos queremos enterar y quienes las provocan cuando no las hay. Los primeros que se orillan en la esquina de la casa del muerto a echar cuentos después de servirse el café y de los que avistamos el primer saludo que recibimos por la mañana, porque desde las cinco de la mañana están barriendo el balcón.
En frente de nuestras casas, al lado o en la esquina, ellos están ahí. Tendrán muchas maneras de ser. A veces serán conscientes de ellas y las usarán como fichas de dominó dependiendo la partida del juego. Ya sea que nos liberen el estrés por las tardes tras reírnos de alguna ocurrencia o nos roben un suspiro de alivio cuando por fin se mudan, todos tienen algo en común: Son inoportunos y se sienten con licencia para hacerlo.
La música alta representa una seria dificultad para quienes, luego de un arduo día de trabajo, no pueden sentarse a ver televisión un fin de semana porque los de al lado decidieron instalar bocinas e improvisar su propia discoteca y bar lounge cada fin de semana. También para los quienes son susceptibles a altos decibeles por alguna condición física o médica, y para quienes, simplemente, gustan de la tranquilidad.
Mediar esta situación tiene la misma consecución de hechos lógicos: conversamos amablemente con ellos un par de veces y se burlan de nosotros todas esas veces porque “la bocina está en su casa y los demás no mandan en ella”. Si, de paso, quieren pasarse de osados, sacarán esa lista de reproducción con los temas urbanos que riman, a viva voz “que les tienen envidia”, que los demás “llevan vida”, que al que no le guste “que se muera”, que a la vecina no le gusta “cuando prenda el pachuché”…
Por esto pasó mi familia una temporada con unos vecinos que parqueaban su vehículo con bocinas en el frente de un colmado que queda al lado de nuestra vivienda para, con ello, justificar que la música no venía de su negocio, un taller de construcción y reparación de puertas, ventanas y otros ajuares de cristal.
Los dueños del colmado vieron su agosto con las buenas ventas de cervezas esos fines de semana, así que procuraron aprovecharse de la situación tanto como pudieran, obviando de lado que las ventas menores de un botellón de agua, los desayunos o las chucherías las generaban otros vecinos, clientes también del colmado.
Hasta que un día, la gota derramó el vaso. Grabamos un video que subimos a las redes sociales a manera de desahogo con los nombres de los insolentes. Llamamos a la policía tantas veces esa noche, que terminaron despegando las bocinas del vehículo al estilo tosco y abrupto con el que saben actuar.
Esto armó un tremendo reperpero con los mirones que salieron a ser testigos y reporteros de la escena: algunos celebrando el hecho, otros en defensa de las “víctimas” quienes, luego de irse la policía, intentaron disipar la multitud lanzándoles las botellas de cerveza vacías.
A nosotros nos gritaron todos los improperios que les salieron de las entrañas, amenazaron con ir hasta nuestra residencia y herirnos. Al no conseguirlo, rompieron una ventana de la casa.
Al día siguiente, dos policías estaban en mi casa registrando el cristal roto. Mis padres estaban listos para iniciar un proceso, pero no hizo falta: las cosas en el barrio cambiaron. Parece que, en el fondo, todos estaban hartos de aguantar los escándalos pero nadie había hecho algo al respecto.
El evento despertó distanciamientos. Los dueños del taller no recuperaron las bocinas arrebatadas por los agentes del orden y, por miedo a ser denunciados por el incidente de la ventana y otras denuncias que afectaran el negocio –que infringe, claramente, normativas medioambientales y de formalización– dejaron de ir hasta el colmado y tras ellos fueron, poco a poco, muchos de los vecinos, iniciando por nosotros.
Eso ocurrió a mediados del 2019. Luego llegó la pandemia. Se incrementó el silencio y la intolerancia a la bulla –aunque nos hayan tachado en el sector de que la policía, si se detiene por aquí es por nosotros, la verdad es que no la volvimos a llamar más por la música alta, otros lo hacían–.
También se popularizaron los pedidos a domicilio y hasta otro negocio casi similar apareció vendiendo desayunos, justo al lado de la vidriera.
El colmado no resistió. Los dueños se mudaron hace una semana.
No puedo ser consecuente. Decir que por el incidente aquel quebraron, pues hay muchas otras razones, más decisivas y de peso, por las que un negocio se va a la quiebra. La pandemia representó también un duro golpe. Pero de que hubieran podido al menos retener a sus clientes, los vecinos, si desde un principio hubieran actuado con decencia, juicio y sentido de la convivencia, definitivamente.
Mientras, en apego al derecho y sentido comunes, que se respetan más en los barrios que las leyes de papel, la ventana de mi casa sigue rota.