“Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, invólucrame y lo aprendo” -Benjamín Franklyn.
A pesar de que tenemos décadas hablando de innovación, ciencia, tecnología, competitividad e inserción dinámica a la economía mundial puede afirmarse que tenemos un sistema nacional de innovación y desarrollo tecnológico con pocos o aislados avances concretos que mostrar.
El recorrido del esfuerzo hacia ese sistema, que en realidad no ha tenido el apoyo político necesario (Estado emprendedor) ni la comprensión cabal de su importancia por parte del sector productivo nacional (empresarios visionarios), cumple ya 20 años: desde la promulgación de la Ley núm. 139-01 que crea el Sistema Nacional de Educación Superior, Ciencia y Tecnología, pasando por la creación del Fondo Nacional de Innovación y Desarrollo Científico y Tecnológico (Fondocyt) y la Ley 392-07 de Competitividad e Innovación Industrial, hasta terminar con el Sistema Nacional de Innovación y Desarrollo Tecnológico (SNIDT), creado mediante el Decreto núm. 190-07.
Sería poco objetivo afirmar que estas iniciativas de política fueron como una especie de disparos de petardos al aire. Por el contrario, sin dejar de reconocer el débil y esporádico apoyo estatal y la ausencia en los hechos de una estrategia integral de modernización industrial de elevado consenso sectorial, ellas constituyen las bases primarias del desarrollo científico y tecnológico nacional. Por lo demás, en alguna medida, potenciaron cambios no despreciables en las actividades científicas, tecnológicas y de innovación en estos dos últimos decenios.
No obstante, en este crucial ámbito del desarrollo, tanto en el nivel del comportamiento político como en el de la operatividad empresarial, nos encontramos con una visible falta de compromiso político para implementar una estrategia integral compartida de innovación y desarrollo tecnológico de mediano y largo plazo; preeminencia del cortoplacismo en los negocios; afán del protagonismo grupal o sectorial; falta de sintonía y alienación funcional entre las instituciones intervenientes; preferencia por la retórica discursiva que muestra a los actores clave apuntando más o menos a unos mismos objetivos en compartamientos estancos; notable presencia de la dispersión institucional y duplicación de esfuerzos y recursos, entre otros.
No es que hayan faltado estrategias y enfoques correctos. En apenas dos años llegamos a tener hasta tres herramientas estratégicas, como fue el caso del año 1998 con el Plan de Competitividad formulado por Industria y Comercio; Dominicana Innova, un interesante estudio realizado por Cidet en el 2000 sobre transferencia tecnológica, y la llamada Estrategia Nacional de Competitividad avanzada ese mismo año. Estos esfuerzos conceptuales no se tradujeron en progresos sustanciales en lo que se refiere a la producción de conocimientos útiles, si bien sirvieron como importantes insumos para la últerior elaboración de las subsiguientes políticas públicas.
Siete años después sobrevino el Plan Nacional de Competitividad Sistémica (Dec. Núm. 190-07). Su muerte fue de hecho anunciada dos años después y no podía ser de otro modo: los sistemas nacionales de innovación y desarrollo tecnológico no se crean y consolidan solamente con leyes y decretos. Más que su existencia legal formal, su éxito se asegura con un alto nivel de compromiso político y empresarial; la convicción sobre la pertinencia estratégica de nuevos remedios para evitar nuevos males (F. Bacon), y la presencia de un Estado en calidad de actor principal (como de hecho ha ocurrido en todas las economías dinámicas e innovadoras).
Nadie podría garantizar que un sistema nacional de innovación funcione por el mero hecho de existir legalmente. El aspecto legal es solamente un puente necesario o la expresión formal de la voluntad política; en fin, una premisa de partida absolutamente necesaria para quitarnos de encima las garras del modelo económico espurio que nos mantiene inmovilizados en el contexto de una economía global desafiante y para nada piadosa.