[dropcap]D[/dropcap]urante las décadas del 60 y 70 era común entre los economistas hablar de que República Dominicana era un país eminentemente agropecuario. Esta afirmación tenía su base de sustentación en el hecho de que el consumo local era satisfecho mediante la provisión de productos del campo, mientras que la demanda externa se satisfacía, principalmente, con café, cacao, tabaco y caña de azúcar.
Pero llegaron los genios de la apertura de mercados y nos dijeron que resultaba más barato comprar determinados bienes y servicios en el exterior, incluyendo productos agrícolas, y que eso nos llevaría a tener una economía más competitiva. Así, se inundaron los supermercados de todo tipo de artículos importados, sobre todo a partir de la reforma financiera que tuvo lugar a principios de los años 90.
Bajo este escenario, la locura del consumismo de bienes globales empezó a apoderarse de los bolsillos de los dominicanos, y pasamos a ser fuertes demandantes de bienes industriales de procedencia extranjera, que en muchos casos ni siquiera necesitábamos. A partir de ahí, el comercio y los servicios recibieron un impulso importante, mientras la intermediación pasó a ser una actividad altamente lucrativa.
Así las cosas, los mercados de bienes y servicios se enrarecieron, y se abrió un amplio proceso de importaciones en donde la adquisición internacional de productos agrícolas, tales como ajo, cebolla, azúcar y arroz, era realizada bajo un esquema –casi siempre fraudulento- de otorgamiento de permisos y autorizaciones, que fueron poco a poco desincentivando la producción nacional.
Problemas de planificación de la producción agropecuaria, devastadores fenómenos atmosféricos –incluyendo prolongadas sequías-, procesos migratorios de los campos dominicanos hacia la ciudad, y la incapacidad de los gobiernos de intervenir positiva y propositivamente para que los pequeños y medianos productores no abandonaran sus actividades productivas, contribuyeron a generar desabastecimiento en determinados renglones agrícolas, situación que parecía compensada con un aumento en la demanda de todo tipo de comida chatarra.
Engañados por la publicidad y el mercado, nos convertimos en consumidores desaprensivos, adquiriendo de todo y para todos, en tanto nuestros bolsillos se mostraban cansados e incapaces de continuar viviendo bajo esa locura.
En este momento, sin embargo, sentado en una mesa de un restaurant todo incluido, me percato de que cada alimento que comeré viene del campo dominicano, lo que me reitera que, a pesar de todo, seguimos siendo una economía eminentemente agropecuaria.