El 25 de abril del presente año, el economista Magín Díaz escribió un interesante artículo en el que resaltaba los aportes realizados en materia legislativa por el presidente Hipólito Mejía durante su gestión gubernamental en el periodo 2000-2004.
A lo largo del artículo, el pasado director de la Dirección General de Impuestos Internos enumeró muchas de las reformas que se acometieron, mencionando entre otras cosas el Código Monetario y Financiero, la Ley de Seguridad Social, Ley de Seguros y la Ley del Mercado de valores. Este enorme legado, sirvió como un peldaño importante en el proceso de institucionalización del Estado y del desarrollo económico del que hoy disfrutamos.
De todo aquello de lo que se hizo mención en ese artículo, no figuró ninguna medida que requirió de una reforma constitucional. Nuestra historia republicana cuenta con innumerables episodios en los que la Carta Magna ha sido sujeto a una reforma con el propósito de beneficiar al gobernante de turno. Esto ha creado en la población una especie de animadversión al proceso de reforma, una especie de trauma constitucional, en el que la sociedad está naturalmente predispuesta a oponerse, o al menos a observar con sospecha, las intenciones que existen detrás de una reforma a la constitución.
Además de la inherente sospecha que existe en la sociedad con respecto a las reformas constitucionales, el asunto se complica aún más cuando analizamos las matemáticas del Congreso Nacional. La realidad del asunto es que el partido de gobierno no cuenta con la mayoría necesaria para poder aprobar con sus propias fuerzas congresuales una reforma a nuestro texto fundamental. Esta situación los coloca en un escenario sumamente complicado, en el que el partido oficial se vería en la obligación de pactar con la oposición. Si esto procediese de esta manera, el proceso de reforma pudiese quedar aún más deslegitimado, ya que el pueblo se cuestionaría sobre el alcance de los posibles acuerdos que se realizaron a cambio de propiciar los apoyos necesarios para que el proyecto de reforma pueda ser aprobado.
Con un panorama tan complicado, donde el gobierno se vería obligado a navegar por océanos turbios y campos enlodados, todo con el propósito de conseguir una reforma constitucional, cabe la siguiente pregunta: ¿es realmente necesaria una reforma constitucional para el gobierno llevar a cabo los cambios institucionales que quiere? A nuestro entender, la misma no resulta necesaria. Conectando con nuestra idea inicial, basta con ver el enorme proceso de reforma realizado por el presidente Mejía durante su gobierno, en el que se realizaron aportes sumamente significativos para nuestro desarrollo sin tener que en ese momento tocar la constitución.
Muchos de los cambios que se quieren realizar, se pueden llevar a cabo perfectamente por la vía ordinaria. El afán por querer “blindar” la constitución puede crear distorsiones, al perpetuar la voluntad del constituyente actual para generaciones subyacentes, que no podrán dotarse de un nuevo pacto político.
Si el proceso de reforma avizora ser tan complicado como parece ser, lo mejor que puede hacer el gobierno es enfrascarse en realizar una verdadera reforma por la vía legislativa, como lo hizo el presidente Mejía. Puede empezar, promulgando muchas de las leyes que nuestra Constitución ordena a que se aprueben pero que todavía no han sido creadas. Este fuera un verdadero y saludable aporte para nuestro futuro, que se puede llevar a cabo sin la polarización de nuestra sociedad.