Hace unos días, mientras iba deslizando la pantalla y leyendo las novedades en LinkedIn, me topé con una publicación que recalcaba una denuncia reincidente desde hace ya varios años: las descricpiones de los puestos de trabajo por parte de los reclutadores.
En este caso se trataba de un ingeniero al que le requerían un grado de maestría, entre una larga lista de conocimientos, habilidades y destrezas, por la “competitiva” suma de RD$22,000 fijos por el puesto, más beneficios de ley.
Como este caso, hay muchas vacantes que se comparten entre grupos de Whatsapp, más que para motivar a alguien a enviar su currículo, para mofarse sobre ellas por las disparidades entre lo que piden y el salario a pagar. “Quieren el perfil de uno que gana RD$100,000 por RD$25,000”, recuerdo que comentara alguien, acompañado de emoticones de risa.
Estos casos se refrescaron en mi mente mientras leía un artículo publicado recientemente por el Centro de Estrategias Económicas Sostenibles (Crees), haciendo la siguiente pregunta: ¿los trabajadores necesitan aumentos salariales por decreto?
A lo largo del artículo, Miguel Collado Di Franco plantea que los salarios no pueden proceder de “alternativas colectivas artificiales”, ya que la productividad es “la capacidad que tiene cada empleado de poder contribuir a la rentabilidad de una empresa mediante su participación en la producción de bienes y servicios”. Por tanto, el valor del trabajo de un empleado dependerá de cuán productivo sea.
Hacerlo, plantea el autor, podría tener resultados negativos, como compensar de la misma manera a alguien que tiene poca capacidad productiva como alguien que sí la tuviera, lo cual podría traducirse en trabas para obtener un empleo, sobre todo para los más jóvenes
De la misma forma, explica lo insostenible que pudiera resultar para los emprendedores si no pueden llegar a costear lo que implica ese nuevo salario. Esto, sumado a costos de materias primas, electricidad, depreciación, impuestos… pudiera alimentar la contratación informal.
También, explica que esto encarecería los costos de la economía y restaría competitividad, ya que los procesos resultarían más costosos.
Puedo entender la postura que plantea, desde el punto de vista teórico y macroeconómico.
Sin embargo, como empleada, me cuesta entenderlo desde el punto de vista inflacionario.
Si equiparáramos el concepto de productividad, descrito anteriormente, con la calidad de los bienes y servicios en el mercado, los productos y servicios que uno recibe (y que están ahora mismo más caros por la inflación) deberían entonces ser de mejor calidad, para así elevar su valor. Sin embargo, los consumidores reciben los productos más caros, o al mismo precio pero con su valor reducido (reduflación).
Claro, uno podría decir que esto mismo pasa porque el aumento en el costo de producción dificulta mantener la calidad.
Entonces, cuando se trata del mercado laboral, en el que los empleados son proveedores de servicios a favor de la empresa que los contrata, ¿no podemos pagarles más por el mismo trabajo, entendiendo que sus condiciones de vida se ven afectadas por la inflación?
Digo, esto fuera lo que pasaría si en el mercado laboral los servicios de todos los trabajadores formales fueran independientes, como aquel que vende de la misma forma un bien y, evaluando el costo de producción de ese bien, decide aumentarle el precio. Y es, en efecto, la forma en la que los cuentapropistas terminan elevando sus tarifas.
¿Cómo aumentar la productividad se reflejaría en un aumento de salarios si, para muchas empresas, mientras más sobrecargada va su plantilla–incluso sacrificando la calidad de las condiciones laborales–más productiva es?
Pongo un ejemplo. Elevar la calidad educativa es una forma de aumentar la productividad (claro, hay otras destrezas que van a determinar si realmente ese empleado está capacitado).
En la actualidad, hay una alta cantidad de empleados con posgrados y maestrías. Sin embargo, hay empresas que quieren pagarles menos de RD$30,000, que sería el mismo sueldo que pudiera ganar cualquier persona sin maestría e, incluso, sin formación universitaria.
Un empleado que acepte esa paga termina, a la larga, devaluando el valor de su trabajo como proveedor de ese servicio. Los empleados que aceptan esa paga en su sector terminan de colocar un techo en el mercado. Por más que ellos inviertan en ser más productivos para sus organizaciones, sus superiores los remunerarán “como se paga en el mercado”.
Pienso que el análisis del Crees está pensado desde la perspectiva empresarial. Puedo entenderlo, por la importancia de ese tejido en su conjunto para la economía. El que contrata se perjudica de una “medida colectiva artificial” porque tiene que invertir más, pero no es en talento humano, es en todo… por la inflación.
El asunto es que la inversión de ese talento humano es quizás la más importante que hará la empresa, y es la más infravalorada, sobre todo, en un contexto en el que más se necesita.
Las generaciones que van subiendo están cada vez más identificadas con su marca personal que con la imagen corporativa de sus empresas. A diferencia de otras generaciones, cuya satisfacción profesional dependía de la estabilidad que le otorgaba esa empresa, son más conscientes del valor de su rol en el proceso productivo.
En ese sentido, están cada vez más preocupadas por el valor que les aportan sus organizaciones a su realización individual como proveedor de servicios y, en lo personal, a su estabilidad emocional y salud mental.
Aunque los fenómenos de “la renuncia silenciosa” y “la gran renuncia” no ha sido todavía estudiados de manera amplia en República Dominicana, el hambre por el emprendimiento surge, más que de la tendencia, por la necesidad.
La mala calidad de un empleo (y uno que remunere mal es un factor de eso) alimenta la informalidad igual que como lo haría un aumento salarial colectivo.
Cuando un empleado ve que el que vende empanadas gana más al mes–guardando las distancias con su administración particular del dinero– que él, que todavía está pagando las maestrías, se echa a vender empanadas también. De hecho, muchas veces con la consciencia de perder esos beneficios de ley, porque desconfía de la calidad de los servicios públicos y de la administración que se haga, desde el Estado, de sus impuestos.
Por eso, concuerdo con Di Franco en que el Estado tiene una deuda social con la aplicación de reformas estructurales que permitan simplificar y ampliar la base tributaria. Con esto, las empresas tendrán más recursos para pagar el valor de su talento humano y, por ende, hacer que la calidad de sus bienes y servicios sea resiliente a las futuras crisis económicas.
Pero yo no diría que falta productividad por parte de los empleados para justificar sus salarios, porque puede que estemos en el momento donde la clase media nunca tuvo tanta información y capacitación a la mano y donde las habilidades blandas están en su mejor potencial incluso desde la informalidad. (Lo que es un reto para los formales, que también están compitiendo en el mercado, pero carecen de experiencia o de esas destrezas raramente aprendidas en la academia).
Las empresas han asumido con resiliencia el alza de los bienes en el mercado. Tarde o temprano tendrán que asumir las consecuencias de la inflación en el aumento del costo de los servicios. La respuesta está en la raíz del problema: las reformas postergadas.
Cuánto destina una empresa para pagar nómina es solo la punta del iceberg. Y, si hablamos de productividad, más que un gasto, es una inversión.