Es difícil afirmar que las múltiples sanciones impuestas a la economía, finanzas, tecnologías y personas de la Federación Rusa no hayan causado un daño de alguna magnitud. Este perjuicio solo pueden medirlo con exactitud las propias autoridades rusas, sin bien podemos recurrir a las estadísticas sobre los flujos correspondientes. La realidad es que, contra toda apuesta de Occidente, la economía de la potencia euroasiática no ha colapsado y los resultados de su desempeño contradicen los pronósticos sobre caída del PIB de hasta un 15%.
Por un lado, la imposición de sanciones masivas, de hecho, ha tenido un efecto cero en cambiar el comportamiento defensivo de las autoridades rusas -que los medios occidentales llaman “agresor”-. En efecto, la Operación Especial sigue su curso. La justificación declarada no es desconocer la soberanía ucraniana, sino ratificar la independencia de Ucrania de unos territorios que Rusia considera son parte de su milenaria historia e integridad territorial.
En ellos la mayoría habla ruso, no ucraniano, y se identifica con las tradiciones, costumbres y valores del país eslavo. La población de esas regiones manifestó recientemente su determinación de formar parte de la Federación Rusa, comenzando con Crimea en 2014 y terminando con Donetsk y Lugansk en 2022. Las sanciones no cambiaron esa convicción de los dirigentes rusos ni creemos que la cambiarían jamás. Esta jugada no valió la pena.
Por otro lado, la otra apuesta fue generar el descalabro económico de Rusia. No ha sido así. Datos recientes confirman el hecho de que no se ha producido colapso alguno y, a pesar de los duros golpes, el sistema financiero mantiene su estabilidad y los ingresos diarios por la venta de petróleo y gas siguen aumentando ante el asombro de los hacedores de sanciones. El FMI, uno de los pilares fundamentales del orden unipolar en crisis, hace unos días afirmó que las sanciones impuestas a Moscú no funcionaron.
Degradar la capacidad de Rusia para hacer daño, afirman, olvidando la magnitud de los colosales daños materiales y humanos infringidos mediante las guerras inútiles y torcidamente justificadas en Afganistán, Irak, Siria, Libia y Los Balcanes no tienen de hecho parangones en la historia. En los fatídicos momentos de esas guerras -salvajemente destructivas- a nadie se les ocurrió imponer sanciones a las potencias occidentales. Y es que en el orden que sustentan y defienden suele decidirse el destino, los gobernantes y los modelos de conducción de naciones enteras, sin consultas previas, en flagrante violación de la Carta de las Naciones Unidas y con la aprobación tácita de las ONU.
Las sanciones económicas, particularmente las que van dirigidas a la base científico-técnica y a la producción de nuevas tecnologías o mejora de las existentes, en realidad persiguen dejar a Rusia indefensa y aislada, sin la alimentación financiera que demanda la maquinaria militar, no para que no pueda sostener el costo del conflicto actual, sino para rendirla ominosamente ante los pies de la OTAN regida por los Estados Unidos. Rusia muestra una vez más su formidable resiliencia histórica.
Cuando Rusia registró una caída de su PIB en el segundo trimestre de 2022, los líderes occidentales afirmaron que el sacrificio de los europeos había valido la pena. Al ver que la recuperación de los volúmenes de comercio e ingresos provenientes del petróleo y gas alcanzaron máximos históricos, algunos miembros de la OTAN cuestionan abiertamente la efectividad de las sanciones como arma de disuasión contra Rusia. En definitiva, el gran perdedor en el escenario de las sanciones es la UE.
Detrás de la escasa efectividad de las sanciones, se esconde una lección que la mayoría de los dirigentes occidentales pasa por alto: la irreversible crisis del orden unipolar. Los Estados Unidos no cuentan con una votación unánime de sus aliados a favor de sus planes de consolidación geopolítica y de su rol de gendarme en la comunidad de naciones.
Como no todo el mundo está de acuerdo, Rusia aprovecha de la mejor manera las escisiones, reestructura su economía, hace mayor énfasis en su formidable complejo militar y aplica mayor fuerza a su gestión diplomática global, sin omitir continentes. Si la ortodoxia del FMI afirma que las sanciones fracasaron y que la economía rusa demuestra una inimaginable capacidad de adaptación a las peores circunstancias, la única derivada posible es que el mundo occidental no es tan monolítico como lo quieren imaginar los Estados Unidos y sus aliados.
Las evidencias de la inutilidad de las sanciones para aplastar voluntades son cada vez mayor. Por las políticas imprudentes de los neoconservadores norteamericanos, su falta de voluntad para negociar con base en el mutuo beneficio, su inclinación por el sometimiento militar y desprecio a toda norma internacional de consenso, los Estados Unidos pierden su protagonismo y otra vez es Rusia quien se lo quita, sin mencionar a China.