En el entorno económico actual, la confianza institucional se ha convertido en un activo estratégico. Ningún país puede sostener un crecimiento robusto sin un andamiaje ético que respalde las decisiones públicas y privadas. República Dominicana, con su trayectoria de estabilidad macroeconómica, enfrenta el reto de fortalecer cimientos de integridad y gobernanza.
La corrupción, más que un problema moral, es un obstáculo económico. Afecta la competencia, distorsiona precios, desalienta inversiones y debilita la credibilidad del Estado. En un contexto donde los mercados internacionales premian la transparencia, el costo reputacional de una mala práctica puede ser tan alto como el financiero.
Durante la última década, el país ha avanzado en materia regulatoria, pero persisten vacíos críticos. La Ley 340-06 sobre Compras y Contrataciones, aunque reformada, sigue enfrentando desafíos para la implementación efectiva de controles y sanciones. Del mismo modo, los esfuerzos por profesionalizar la administración pública no siempre se traducen en gestión eficiente.
Desde el sector privado, la adopción de políticas de cumplimiento (“compliance”) ha crecido, en parte impulsada por exigencias de socios internacionales y del mercado financiero. Sin embargo, muchas empresas dominicanas aún conciben la integridad corporativa como una obligación formal y no como una ventaja competitiva.
Organismos como la Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental (DIGEIG) y la Cámara de Cuentas han promovido mecanismos de control, pero su efectividad depende de la independencia técnica y de la coordinación interinstitucional. En el ámbito judicial, el fortalecimiento del Ministerio Público como órgano autónomo marca un paso importante.
La verdadera fortaleza del buen gobierno corporativo radica en la rendición de cuentas frente a los grupos de interés. No se trata solo de registrar nombres o publicar datos, sino de garantizar que las estructuras de control, auditoría y dirección funcionen con independencia y profesionalismo.
La competitividad internacional de República Dominicana dependerá cada vez más de su reputación regulatoria. Inversionistas extranjeros y organismos multilaterales ya incorporan criterios de gobernanza en sus evaluaciones de riesgo país. En ese sentido, promover prácticas anticorrupción y estándares de transparencia no es un lujo institucional, sino una estrategia.
El reto está en convertir el cumplimiento normativo en cultura. La integridad no debe verse como un requisito para obtener contratos, sino como el fundamento de la sostenibilidad empresarial y del crecimiento inclusivo. La ética es rentable. Pero solo cuando la legalidad se internaliza como valor y no como imposición, las organizaciones logran trascender y generar confianza duradera en los mercados.
República Dominicana tiene la oportunidad de demostrar que un marco de buen gobierno puede convivir con el dinamismo económico. Si logra consolidar esa ecuación, pasará de ser vista como una economía emergente a ser reconocida como una economía confiable. Y en el mundo actual, esa diferencia es la que determina quién atrae inversión y quién la espanta.










