Los ataques a la minería, subsector extractivo de importancia global por muchas razones, tienen como argumento invariable los lamentables y a veces trágicos acontecimientos del pasado.
Si vamos al fondo de los accidentes mineros o a los turbios episodios de destrucción ambiental registrados, encontraremos que la mayoría de ellos fueron causados por la desidia, insensibilidad o venalidad de los reguladores gubernamentales que permitieron prácticas de minería irresponsable y salvaje. Un buen ejemplo es el pasivo histórico de la mina de Pueblo Viejo, Cotuí, que bien representa la combinación demoledora de ambos factores: regulación deficiente o vergonzosamente complaciente, y escasa o nula responsabilidad corporativa conexa que va más allá del tema estrictamente ambiental.
Este reconocimiento no significa que los discursos provenientes del fundamentalismo anti minero se basen en hechos, que no adolezcan de falta de objetividad y estén cargados de mitos inaceptables. Son precisamente los mitos, las generalizaciones y exageraciones antojadizas de las malas prácticas mineras los elementos de un “discurso popular” que puede detener-y a veces detiene (caso Romero)- grandes y muy rentables emprendimientos extractivos. Estos, regulados con responsabilidad y criterios de sostenibilidad, pueden llegar a representar un importante potencial para el desarrollo nacional.
La cultura gerencial minera ha evolucionado para beneficio de las naciones bendecidas con abundantes recursos naturales. Hoy prioriza no solo la implementación auditada de buenas prácticas y estándares, sino también el compromiso intergeneracional que consiste en dejar en herencia a las futuras generaciones beneficios tangibles e intangibles de una riqueza natural que no podemos reponer una vez que ha sido extraída y que, por esta razón, encarna un acto productivo que invariablemente supone una disminución de los activos naturales de una nación.
Pero en todo ello las empresas mineras deberían ser los albañiles y los gobiernos los maestros constructores de un nuevo modelo de desarrollo sostenible. Que la minería quede mal parada en un país, no es asunto que solo afecte la reputación global de las empresas mineras y, como corolario, los intereses de sus inversionistas, sino también la credibilidad política del maestro constructor.
Este es nuestro discurso desde 2014 en un contexto en que los mitos siguen influyendo en las decisiones gubernamentales.
Al parecer, el tiempo se detuvo en los inicios de la segunda mitad del siglo pasado y ya no podemos recurrir a algún buen ejemplo en nuestro propio patio. Entre los falsos alegatos contra la minería contamos muchos: la minería es incompatible con el desarrollo sustentable; ella exacerba el problema de la pobreza y la desigualdad social, cuando no se pinta como causa primigenia; los daños ambientales que genera son, en general, inevitables, catastróficos e irreversibles, y (más recientemente), que podemos cumplir sin minería las metas fijadas en Paris sobre cambio climático. Podríamos agregar, además, el planteamiento que pretende atribuir a la industria minera, casi unilateralmente, los graves males ambientales que desafían la supervivencia del planeta en este siglo. La lista de mitos es muy larga.
La realidad es que muy a pesar de las conjeturas y a veces válidas críticas de los fundamentalistas anti mineros, la minería es un fenómeno global antiquísimo que está detrás de los grandes y decisivos conflictos humanos (las armas), además de que ha sido motor fundamental del desarrollo material y espiritual de la humanidad desde tiempos inmemoriales (los minerales).
Hoy soy somos testigos de una transformación tecnológica cuya dinámica tiene apenas unas cuantas décadas. Comoquiera que denominemos la etapa actual del desarrollo humano -sociedad red, sociedad digital, sociedad del conocimiento, sociedad de la información, sociedad informacional-, la minería juega y jugará en ella un rol primordial, decisivo y de soporte imprescindible al desarrollo bien entendido en las naciones que disponen de estos recursos.