Salir a ganarse los pesos suena sencillo, pero no lo es, mucho menos cuando se trata de generarlos de manera independiente.
Sea por ignorancia, por evasión de impuestos o por los costos que implica formalizar una empresa en sus inicios, trabajar informalmente siempre saldrá mucho más costoso que sus supuestos beneficios. Usuarios y oferentes quedan en medio de acuerdos verbales que con frecuencia se infringen, además de caracterizarse por los servicios precarios, los timos y los sobreprecios.
Hace unas semanas, mi familia tuvo la grata sorpresa de recibir a nuestra tía Zunilda, que vino desde Barcelona a visitarnos. Decidimos organizar un viaje por nuestra cuenta a Samaná, porque ella quería visitar Cayo Levantado. Nuestro plan era buscar un lugar para dormir y, al día siguiente, contratar uno de esos botes que hay en el puerto de Punta Carenero para que nos llevara y nos trajera de regreso.
Acordamos pagarle RD$3,000 a un señor que se presentó a nosotros como Luis, para un viaje de ida y vuelta al Cayo. De palabra garantizó que él, junto a quien manejaba la lancha y otro joven, nos recogerían a las 4:00 de la tarde y que cobrarían el dinero de regreso al puerto.
Le pregunté por su número del teléfono. El hombre hizo un gesto con su celular de que nos daría el número y se acercó a mi padre, por lo que deduje que se lo había dado a él, pero no fue así.
Llegamos al puerto unos 15 minutos retrasados de la hora acordada, tras disfrutar de un hermoso día de sol, playa y arenas blancas. No había rastro de Luis. Su momento con nosotros fue tan breve que, entre las decenas de lanchas que iban y traían turistas, borramos poco a poco su aspecto, vestimenta y el color del bote.
Reconocimos a quienes andaban con él y manejaban: Un joven moreno con unas rastas y otro con un pasamontañas. Pero al acercarnos, negaron que nos habían dado el servicio, lo que nos confundió todavía más. En el interín, mi padre ya había hablado con otra persona para irnos con él.
Este hombre, Raúl, tomaría RD$1,500 para llevarnos al puerto y ayudarnos a encontrar a Luis para darle la mitad de lo acordado. Así lo hicimos. Lo buscamos con la vista y preguntábamos a todos: Nadie decía conocerlo. El hombre con el que habíamos negociado había desaparecido.
No quedaba más que volver a la ciudad. Sin embargo, ya todas las embarcaciones estaban enteradas de unos perdidos que dejarían Punta Carenero sin nadie que reclamara un pago.
Después de reunirse con otros, el joven de las rastas se nos acercó para cobrar. Dijo que nos había llevado, pero que en el momento no lo pudo recordar. Prometió que luego le daría el efectivo a Luis “porque los viajes hay que repartirlos igual entre todos los que lo hacen”.
Nos negamos a pagar a otro que no fuera el organizador del viaje. Entonces se fue y regresó con otros cuatro hombres, encabezados por alguien que ahora se presentaba como Bartolo, dueño de la lancha donde habíamos viajado.
Explicó que así funciona el sistema: Los dueños de las lanchas las prestan a sus compañeros de sindicato y luego dividen las ganancias. Dijo que Luis “era un buscón” y que los RD$1,500, en realidad, le correspondían a él.
Entre dimes y diretes en presencia de un oficial de costa, terminamos pagando muy inconformes. Yo me quedé pensando en todas aquellas manos en Punta Carenero, tratando de atrapar un dinero que, sin constancias, sin garantías y al margen de cualquier perspectiva a futuro, no serían jamás de Luis. Ni de nadie.