Hace poco tiempo vendí, a través de una página de comercio digital, un vehículo y un refrigerador. Varias personas interesadas me escribieron, y entre ellas, dos personas, sin saber mi género ni mi nombre, se refirieron a mí como “mi hermano”. Por un momento me indigné y la feminista que llevo dentro pensó reclamarles, pero me detuve a pensar que no ganaba mucho con esa demanda.
Lo que sí reconfirmé es el mucho trabajo que como país nos falta para romper con las creencias machistas y patriarcales que evitan el desarrollo de las mujeres. Si algo tan simple como vender un producto de medio uso por vía electrónica se relaciona con un rostro masculino, ¡qué complejo es lograr que los trabajos que hemos concebido como “de hombres” comiencen a ser ocupados por mujeres!
Para entender cómo estas ideas preconcebidas afectan el desempeño de las mujeres hay que visualizar el círculo vicioso que generan. Por un lado, si la sociedad considera que la mujer es quien debe encargarse de las tareas del hogar y del cuidado de los hijos, probablemente ellas se dediquen a trabajos de menor jerarquía, menor carga laboral o de menor rigurosidad técnica. Por otro lado, si el empleador asume que por ser las encargadas del hogar estarán menos dispuestas a trabajar horas extras y serán más propensas a solicitar permisos, además de la licencia de embarazo, es probable la elección no las favorezca y se le cierren oportunidades de inserción y crecimiento laboral.
En ambos casos, esto se traduce en que las mujeres tienen salarios más bajos. Y este círculo vicioso no para ahí: por tener salarios inferiores, las mujeres aportan económicamente menos al hogar y, por tanto, es posible que asuman un rol más demandante en la dinámica familiar y es más probable que, en una pareja, si alguno debe abandonar su empleo, sea ella la que se sacrifique.
En el mundo educativo, el círculo vicioso comienza antes. Por un lado, muchas mujeres se inclinan por profesiones que culturalmente son entendidas más apropiadas para mujeres, descartando otras que generan salarios más altos o les permiten crecer más hacia niveles directivos.
Por otro lado, las mujeres que quedan embarazadas en la adolescencia o primera adultez tienden a quedarse estancadas. Como madres, en muchos casos, no ingresan a la universidad o desertan, lo que, en consecuencia, se traduce en trabajos con menor remuneración. La República Dominicana se encuentra entre los cinco países con mayor proporción de embarazos en adolescentes de América Latina. La tasa de natalidad en adolescentes de 15 a 19 años en el país es de 90 por cada mil, lo que casi duplica la media mundial que es de 51. Más de la mitad de las madres adolescentes (52%) tiene como actividad principal los quehaceres del hogar (UNFA, 2017).
Según datos del Banco Central (2019), el salario promedio de la mujer dominicana es 20% más bajo que el del hombre y esta brecha se ensancha cuanto menor es el nivel educativo de la mujer. De igual forma, según el Sistema de Indicadores Sociales de la República Dominicana (Sisdom, 2019) la mujer trabaja en promedio 38.4 horas semanales en su actividad principal, mientras que el hombre 44.4 horas, es decir, entre una y otro hay seis horas de diferencia en la carga laboral.
Cuando se analizan estas realidades, de alguna forman descubrimos que son causa y efecto de las asunciones que se hacen sobre el rol de la mujer en el hogar, así como de las actividades que se sobreentiende estas pueden realizar o no en el mercado laboral.
Viéndolo desde la perspectiva social, un menor aporte económico de la mujer al hogar influye en que estas enfrenten a su vez otras problemáticas como la violencia doméstica, ya sea psicológica, física o sexual. En nuestro país la proporción de mujeres que reconocen vivir este tipo de violencia son de 24.3%, 4.3% y 1.2%, respectivamente (ONE, 2018).
Aunque el poner fin a una relación de pareja es una opción para muchas mujeres, no lo es para las que no cuentan con las condiciones económicas para asumir el rol de jefes del hogar, especialmente en una sociedad donde las madres son las que generalmente asumen la mayor parte de la custodia, pero el sistema no es lo suficientemente efectivo para asegurar que los padres cumplan con su cuota de manutención. En el peor de los casos, tampoco es una opción para las que entienden que al separarse de sus parejas corren el riesgo de ser víctimas de feminicidio.
En este sentido, aunque muchas iniciativas, tanto privadas como gubernamentales, están encaminadas a habilitar mecanismos que faciliten el acceso eficiente de las mujeres al mercado de trabajo, estas iniciativas no tendrán impactos reales hasta que no logremos ir cambiando la línea de pensamiento heredado.
Según Alves, de Oliveira y Dias (2020), “el cambio en los roles de género ocurre en tres etapas: en una primera fase, predominan los roles tradicionales y la aceptación generalizada de una división desigual del trabajo. La fase intermedia se caracteriza por un cambio en el comportamiento de las mujeres, en particular, que abandonan la identidad de “amas de casa”, mientras en la sociedad todavía se mantienen los valores tradicionales. La última fase prevé la plena participación de toda la sociedad en una perspectiva más equitativa de los roles de género”.
En esta última etapa, donde generalmente se encuentran las sociedades más desarrolladas, las mujeres tendrían mayores oportunidades de dedicarse a ocupaciones más remuneradas, a la vez que comparten equitativamente con el hombre las responsabilidades del hogar.
Aunque la República Dominicana sigue siendo un país en vías de desarrollo, si queremos avanzar económica y socialmente, debemos velar porque nuestras políticas públicas incorporen acciones que busquen romper los estigmas y asunciones sociales que de alguna forma inciden en mantener los círculos viciosos de pobreza y bajo desarrollo.
A través de la orientación y educación a los jóvenes, a través del hogar, las escuelas y otros medios, se puede comenzar a arrancar de raíz estos paradigmas que perpetúan las desventajas de la mujer. La responsabilidad de que estas reivindicaciones tan necesarias para un desarrollo justo y equitativo sean realidad es una responsabilidad de todos, y todas.