El financiamiento de los partidos políticos en tiempos de campaña electoral ha sido, es y será recurrente en nuestro país. ¿De dónde se financian estas organizaciones partidarias? ¿Por qué son tan renuentes a ser transparentes con los recursos que reciben? ¿Se genera algún compromiso irrompible con quienes aportan? ¿Cómo saber si estas instituciones sociales invierten bien el dinero que reciben del Presupuesto Nacional? No más preguntas. Me pasaría el resto de esta columna cuestionándome.
Sin embargo, lo que sí está demostrado es que la falta de transparencia con que se manejan las organizaciones políticas, especialmente con el dinero que manejan desde todos los lares, es un mal que está íntimamente relacionado con la debilidad de instituciones fuertes.
El país carece de organismos institucionalmente fuertes para vigilar qué hacen los partidos políticos con los recursos que reciben y, peor aún, con las fuentes de financiación. Para nadie es un secreto que una campaña electoral es muy costosa, que los aspirantes a cargos electivos deben aceptar “lo que sea” con tal de no quedarse fuera. Incluso, hay contiendas a lo interno de partidos que parecen competencias nacionales, con una erogación de recursos que a todas luces parecen ser “caídas del cielo”.
El nivel de descreimiento en las instituciones es tan fuerte, sin tener que mencionar a algunas, que ya no sólo son las leyes las que harían la diferencia. No se trata de nuevas disposiciones legales; el problema es intrínseco del sistema de cosas y de la sociedad que no valora en su justa dimensión cuánto ganaríamos con un país donde funcionen sus instituciones.
Si los partidos son poco transparentes no se trata de una decisión particular; el problema está estrechamente ligado al funcionamiento del sistema. Los políticos que quieren ser transparentes o al menos marcar la diferencia no encuentran eco en los espacios de opinión pública. ¿Por qué?