El 20 de diciembre de 2008 Junior embarcó en una yola rumbo a Puerto Rico sin decirle a su madre “para que no se le quedara eso en la cabeza” cuando se enterara que su hijo mayor había, finalmente, cumplido su promesa de que abandonaría el país en busca de un mejor destino como inmigrante ilegal.
“¡Ay Dios! Pero Junior no ha venido a comer”, suspiró Gladis de la Cruz en la mesa, recibiendo como respuesta sólo el silencio cómplice de su nuera y el resto de sus hijos. Al tercer almuerzo sin aparecer, una vecina le confirmó que Junior y otros dos muchachos del barrio ya se quedaban en la casa de uno de sus hijos en la isla.
“A mí se me cayó el alma”, comenta la señora de 80 años, que no ha visto a su primogénito desde entonces. Después de vivir siete meses en aquella casa se fue a Nueva York, donde “ya no estaría tan acechado” como en San Juan, porque allá “podían agarrarlo preso” en cualquier momento.
Rosa Berenice hizo lo propio. Durante una capacitación que estaba tomando en Puerto Rico llamó a Gladis para preguntarle si se quedaba. “Tú eres la que sabes, pero por la niña no dejes de quedarte, que yo te la cuido”, atinó a decirle. El tiempo y las circunstancias ya le habían dado conformidad. “Uno lo que quiere es el bien para sus hijos, aunque yo nunca pensé que era tan difícil para volver”.
Cuando Rosa Angélica, Idelka y Winston migraron, buscaron a sus otros dos hermanos. Así se establecieron cinco de los once hijos de Gladis en Trenton, Nueva Jersey. Con lo que consiguen limpiando en oficinas, cuidando ancianos y vendiendo comida les envían entre US$50 y US$100 todos los meses (entre RD$2,763 y RD$5,526 a la tasa actual) o “lo que pueden”.
“(Ellos) no mandan casi nada, porque están haciendo papeles, y (andan ahora) con pocos cuartos. Cada vez que mandan son ‘caballaitas’, lo que pueden”. Pese a que el dinero le alcanza justo para la comida, sus medicinas para la hipertensión y la gastritis, la factura eléctrica y los botellones de agua, se considera una mujer con suerte por contar con el apoyo de sus hijos.
“Una cabeza de cabellos canos se apoya sobre una mano pequeña y arrugada, pero firme. Desde la sala de su casa, a la que hace poco pudo echarle el piso y arreglar el baño luego de juntar el dinero, Gladis rememora “lo larga” de su historia.
Vive con Ericson, el único de los hijos que sigue con ella y dos de sus nietos en El Gallinero, uno de los tantos barrios en San Francisco de Macorís, provincia Duarte, en el que la “fiebre de la juventud” es migrar hacia Estados Unidos y, sus remesas, el principal sustento de los mayores que se quedaron y los jóvenes que aún no se han ido.
Más mayores
Aunque las callejuelas asfaltadas con cemento lucen desoladas por la mañana, nada que ocurra en ellas pasa desapercibido. Los señores en las calles devuelven reservados los saludos hacia los rostros desconocidos. La inseguridad ciudadana dejó la cortesía para épocas mejores.
María Elisa Lora es una de esas personas mayores que prefiere quedarse tranquila en casa mirando televisión. Tiene ya 83 años y más de la mitad de ellos en el barrio donde vio nacer, migrar y morir a uno de sus cinco hijos.
Severino, su primogénito, sí pudo establecerse. Su esposa, Soraya, estuvo hace unos días en el país llevándose a su hijo pequeño para estudiar en Nueva York. “Vinieron donde mí a darme una vuelta, para (luego) irse”, agregó.
Antes María Élida trabajaba lavando ropa, pero “gracias a Dios” ya no lo hace. “Ya no trabajo porque, una, no me siento con ánimos para trabajar ya y (porque) estoy atendiendo ese hombre mayor (su esposo), que no puede casimente caminar. Tengo que cargarlo de manos. A veces lo llamo a él para que me ayude a parar”, comenta entre risas.
La remesa que recibe de allá es “variable”. Con los US$60, US$80 o US$100 que recibe mensualmente, costea las pastillas para la presión que toma su marido, la luz y el agua. Además, tiene la ayuda de uno de sus hijos en el país que trabaja en un almacén y le manda “una comprita”. “Ya con eso, nos mantenemos bien”.
Los jóvenes
Sentada en el colmado frente a su casa, Alba Iris mira de reojo. Pregunta si la publicación de su testimonio pudiera afectar que reciba una tarjeta de subsidio social que gestiona del Gobierno. Se encuentra en espera.
Tiene 31 años. Dejó los estudios “muy temprano” y confiesa “que no le gusta trabajar”, por lo que prefiere vender agua. Cada ocho días, compra un camión cisterna y vende las barricas a los vecinos a RD$125, sirviendo de distribuidora de un recurso que hay que “comprarlo obligado” porque no llega a todas las casas del barrio.
Aún así, este recurso no le es suficiente para mantener a sus cuatro hijos, por lo que depende de los US$100 o US$200 que le envía la abuela de su segunda niña, que vive en Nueva York. “Con el agua yo resuelvo, hasta que ella me lo mande (…). Ella me envía así cada dos o tres meses. Eso me da para pagar los líos y resolver”.
Las remesas y su trasfondo
Como en El Gallinero, cientos de familias en los barrios ven en la migración una puerta de salida de una realidad en la que coexisten múltiples necesidades básicas insatisfechas, lo que expone a sus residentes a la deserción escolar, a la informalidad e inactividad laboral y a la delincuencia.
Las remesas representan cierto alivio y desenvolvimiento económico para quienes dependen de ellas, pero no se traducen en mejores condiciones de vida, ya que apenas cubren el 30% del costo de la canasta familiar, de acuerdo a un informe publicado por el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo (MEPyD) en 2019. En otras palabras, este ingreso “funciona como una ayuda para los hogares más que como un medio de subsistencia”.