[dropcap]C[/dropcap]onfieso que tomo café no sé cuántas veces al día. Seguro que muchos dominicanos dicen lo mismo. Para muchos, por no decir la mayoría, una taza de esta bebida aromática, morena, sabrosa y socializadora, constituye una acción prácticamente automática. Y está demostrado: tiene propiedades que activan las neuronas en los seres humanos.
Sin embargo, algo no me sabe bien cada vez que un sorbo pasa por mi garganta. Desde que las estadísticas me indican que el café que me tomo ya no es dominicano, que lo traen de países tan lejanos como Vietnam, India, Ecuador, Colombia, Jamaica, Honduras y de otros lugares, incluidos Brasil y Guatemala, admito que no sé lo que estoy tomando.
Lo que me han dicho es que el café que compramos en cualquier supermercado, colmado o cafetería es una mezcla de varios tipos de cafés; que para lograr algo parecido a lo que nos tomábamos hace una década fue necesario juntar diversos granos hasta conseguir lo que hoy colamos y consumimos.
Cuando se habla de café no sólo es pertinente referirse a lo sabroso que es. Es un producto económico, cuya influencia va más allá de la simple taza de café que podemos compartir en familia. Es un cultivo que, además, es un soporte del medio ambiente, de las cuencas de nuestros ríos, del empleo rural que evita la emigración descontrolada a las ciudades que luego se convierten en cargas sociales generadoras de insalubridad.
Todos conocemos qué sucede con las riberas de los ríos más emblemáticos de Santo Domingo, San Pedro de Macorís, Santiago y San Cristóbal, todo por la deuda social producto de una explosión demográfica descontrolada.
Yo quiero café dominicano no sólo porque incentivo la producción local, sino porque evito males que sí le salen caros al país. La dejadez del Estado y la superposición de intereses particulares hay que deponerlos, pues eso no es amor a la Patria. Por eso es que quiero café dominicano.