Una de las principales debilidades que tienen los dominicanos y, por consiguiente, nuestra República Dominicana es la costumbre de fraccionarlo todo, de hacer que abunde y hasta sobre de lo que no debería ser tanto.
Desde la fundación de la República tenemos expresiones divisionistas que tienden a incrementar la costumbre de crear “tienda aparte”, especialmente cuando surgen las inconformidades de aquellos que no aceptan que sus posiciones sean superadas de forma democrática en determinadas organizaciones.
No es casual que tengamos tres Padres de la Patria, en lugar de uno, y que se pretenda agregar unos cuantos más por aquello de que ya estamos viviendo una tercera República (1844, 1865, 1924 y hasta pretenden ver los acontecimientos de 1965 como una cuarta República para seguir inventando más “patriotas” y “libertadores”).
En materia económica también predomina esa costumbre y el costo se torna muy elevado, lo cual limita la capacidad del Estado para reducir sus gastos innecesarios y también para aumentar sus recaudaciones fiscales sin la necesidad de crear nuevos impuestos.
Cuando observamos el aparato estatal aflora una cantidad extraordinaria de instituciones innecesarias, con duplicidad de funciones y cuya razón de existir dejó de ser hace años, tras las reformas legales y estructurales que se han producido en el país.
Por ejemplo, tras la reforma y capitalización de las empresas públicas a finales del siglo pasado (1999), se tenía que iniciar el proceso de eliminación o disolución del Consejo Estatal del Azúcar (CEA), de la Corporación de Fomento de la Industria Hotelera y Desarrollo del Turismo (Corphotels), de la Corporación de Empresas Estatales (Corde) y hasta de la Corporación Dominicana de Empresas Eléctricas Estatales (CDEEE), que en cambio aumentó de tamaño.
Todas esas entidades debieron desaparecer tras la reforma de la Ley 141-97. Pero no fue así. Hoy, 20 años después, siguen operando con elevados presupuestos y, aunque la disolución de una pudiera ser más compleja que la de otras, esos procesos debieron haber concluido.
Hace pocas semanas lamenté escuchar al expresidente Hipólito Mejía, y aspirante a la misma posición, decir que en caso de ganar las elecciones fortalecería las funciones del Instituto Nacional de Estabilización de Precios (Inespre). Lo lamenté, porque esa institución también hace años que perdió su razón de ser y, en lugar de fortalecerla, hay que disolverla.
Hemos tenido reformas que en lugar de reducir la burocracia estatal lo que hacen es ampliarla, como en el área del transporte público, donde la nueva ley ha motivado una cantidad mayor de entidades; o el sistema de seguridad social, que hizo surgir diversas instituciones estatales para su “funcionamiento”, mientras se mantienen como parásitos en operación las que estaban llamadas a ser sustituidas, como el Instituto Dominicano de Seguros Sociales (IDSS).
Recientemente participaba en un encuentro con el titular de la Dirección General de Impuestos Internos (DGII), Magín Díaz, a quien le preguntaron que cuál es el principal obstáculo de esa institución para enfrentar la evasión de impuestos. Su respuesta no se hizo esperar: dijo que la principal dificultad es la gran cantidad de sectores con exenciones y tratamientos fiscales diferenciados, lo cual hace difícil la administración tributaria.
Es que nuestro Código Tributario ha sufrido tantas y tantas modificaciones para incluir diferenciaciones de impuestos, exenciones de un tipo para determinados sectores y de otro tipo para otros sectores, con variaciones de tasas, con tratamientos especiales, con débil o nula supervisión y regulación, a lo que se agregan las “llamadas” desde altas esferas para que se considere determinado trato a determinados “contribuyentes”. Todo eso existe, aunque no se admita oficialmente.
Ojalá que, a partir de la asunción de un nuevo gobernante en agosto de 2020, el país asuma el compromiso y ejecute de forma efectiva una profunda reforma basada en un Pacto Fiscal, que incluya los necesarios cambios no sólo en nuestro Código Tributario, sino también, en nuestro desproporcionado y desordenado aparato estatal.
Para eso sólo se requiere poner en práctica las palabras mágicas, son solo dos y su aplicación es impresionantemente efectiva cuando se pone de manifiesto por el interés colectivo y no por el particular. Me refiero a la lamentablemente escasa, aunque siempre muy necesaria, “voluntad política”.