[dropcap]U[/dropcap]no de los grandes aportes del pensamiento liberal a la teoría y la práctica de los sistemas de gobierno es haber definido a la ley como fuente legítima del ejercicio del poder y límite al ejercicio de la autoridad para evitar el abuso y la arbitrariedad.
John Locke fue el primero en formular esta idea en el siglo XVII en su debate intelectual con Thomas Hobbes sobre la estructuración del Estado, pues entendió que la teoría de este último en su libro El Leviatán, si bien hizo aportes importantes sobre la primacía del principio de igualdad y el acuerdo de voluntades como base de la creación del Estado, conducía al despotismo por no establecer límites claros al poder ni reconocer propiamente a la libertad como una condición inherente e irrenunciable de la persona.
Desde ese tiempo en adelante la pregunta más importante de la teoría política ha sido la de cómo establecer límites al poder no solo desde un punto de vista normativo, sino también práctico y eficaz.
Como lo expresó James Madison, arquitecto de la Constitución de Estados Unidos y uno de los más agudos pensadores constitucionalistas de todos los tiempos: “No puede negarse que el poder tiende a extenderse y que se le debe refrenar eficazmente para que no pase de los límites que se le asignen. Por tanto, después de diferenciar en teoría las distintas clases de poderes, según que sean de naturaleza legislativa, ejecutiva o judicial, la próxima tarea, y la más difícil, consiste en establecer medidas prácticas para que cada uno pueda defenderse contra las extralimitaciones de los otros”.
Desde esta perspectiva, la ley no es entendida simplemente como un canon descriptivo que pauta una determinada conducta -la ley en sentido estrictamente formal-, sino también como herramienta vital que se sustenta en valores, hábitos, prácticas y operatividad institucional -la ley en sentido material-. Esto refiere a dos planos: el jurídico-formal y el material-institucional que están llamados a complementarse y reforzarse mutuamente.
En ninguna sociedad hay una armonía perfecta entre estos dos planos; siempre existe algún nivel de separación, pues no es posible que haya una “legalidad perfecta” en la que no haya tensión o desvío en el mundo práctico de lo que determina el orden normativo. La idea de un poder judicial independiente y una Administración Pública objetiva e imparcial es precisamente otro gran aporte del pensamiento liberal para hacer posible que lo que ocurre en la realidad se asemeje lo más posible a lo que pauta la ley.
El problema se presenta cuando existe un abismo pronunciado entre el orden normativo y el funcionamiento práctico de las instituciones. Hay sociedades en que esta separación es casi total, lo que da lugar a la tipificación de Estado fallido, mientras que en otras, si bien no se llega a este extremo, la distancia entre lo jurídico-formal y la realidad práctica institucional es suficientemente pronunciada y genera una disfuncionalidad en el Estado y la sociedad. De ahí viene la expresión de que se puede tener “buenas leyes”, pero mala aplicación de éstas.
El problema es mucho más profundo que una simple mala aplicación de la ley, pues se trata de superar una visión formalista de la ley para darle un sustento cultural, práctico e institucional.
No hay fórmulas mágicas ni “guías prácticas” de cómo superar el abismo entre lo normativo y lo práctico-institucional. En esto interviene la voluntad política, la cultura, la estructura social, las formas de relación de los partidos y sus clientelas, en fin, una variedad de factores cuya transformación no puede ser el resultado ni de una proclama ni de una nueva ley ni de una expresión de buen deseo, sino de esfuerzos en una diversidad de espacios y procesos que apunten en la dirección de acercar cada vez más el orden normativo al funcionamiento práctico de las instituciones.