[dropcap]L[/dropcap]a falsificación de medicamentos, una práctica común en todo el mundo, puede compararse con un triple crimen. Las primeras víctimas son los pacientes que, vestidos de confianza, se dirigen a las farmacias a buscar la cura de su enfermedad, sin imaginarse que son engañados. No es novedad que muchos encuentran la muerte si no logran salir a tiempo de la estafa.
La siguiente víctima es la industria legalmente establecida, que paga impuestos, genera empleos y cumple con los estándares internacionales, siguiendo una línea de ética empresarial responsable de cuidar la vida de los seres humanos. En esencia, las farmacéuticas cumplen una labor social y sus investigaciones tienen un valor más allá de lo empresarial.
La otra víctima, y no menos importante, es el Estado que deja de percibir los ingresos fruto de la actividad productiva, incluyendo la generación de divisas cuando hay exportación, tronchando el desarrollo del pueblo al que se debe. Lo peor de todo, y no es nuevo, es que el surgimiento y permanencia de estos negocios ilícitos se hace en connivencia con autoridades que están llamadas a combatirlos.
República Dominicana, como Estado en ruta hacia el desarrollo social y económico pleno, está en el deber moral de definir una política contra la falsificación de medicamentos. Y no sólo se trata de cuidar el capital bien invertido y generador de oportunidades para el país, es cuestión de salvar vidas.
El Ministerio de Salud Pública está obligado, moral e institucionalmente, a cuidar la salud de los dominicanos. Hacerse de la “vista gorda” o mirar para para otro lado, olvidando que miles de ciudadanos son estafados a diario por irresponsables comerciantes, es una actitud alejada del verdadero papel que le corresponde.
Y si de ponerle número se trata, para entrar en materia económica, la Asociación de Representantes, Agentes y Productores Farmacéuticos (Arapf) estima que el negocio ilegal de medicamentos genera alrededor de RD$1,500 millones cada año. Lo peor: que sigue creciendo ante la vista de todos y sin visos de que se estén aplicando los correctivos de lugar.
La industria local de medicamentos, por suerte, es optimista y cree en el futuro del país. Son empresarios que interpretan su función social más allá del capital, entendiendo que tienen una labor que traspasa lo empresarial. Aunque una de las razones de existir de cualquier empresa es obtener beneficios y seguir creciendo, en esencia las farmacéuticas traspasan esa línea.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los medicamentos espurios, de etiquetado engañoso, falsificados o de imitación son aquellos en cuyas etiquetas se incluye, de manera deliberada y fraudulenta, información falsa acerca de su identidad o procedencia; pueden ser productos que contienen ingredientes correctos o incorrectos, cantidades insuficientes o excesivas del principio activo, o productos cuyo envase ha sido adulterado.
En países con sistemas eficaces de regulación y control del mercado, como Australia, Canadá, Japón, Nueva Zelandia, la mayor parte de la Unión Europea y Estados Unidos, la incidencia de medicamentos adulterados es inferior al 1%. Sin embargo, en zonas de Asia y América Latina la ponderación es elevada. República Dominicana debe salir de esta nefasta lista de naciones que no aplican eficazmente la regulación.