“Solamente los que arriesgan llegar demasiado lejos son los que descubren hasta dónde pueden llegar”-Thomas Stearns Eliot.
En la entrega anterior hemos subrayado que no pueden esperarse resultados de un sistema nacional de innovación que no tenga el apoyo político y que para el sector productivo nacional organizado sea un ejercicio discursivo más para disimular sus consabidas falencias y socavones estructurales. Decir que el país cuenta con un sistema nacional de innovación es una verdad muy cuestionable cuando lo que dice el papel no cuenta en los hechos con la comprensión y apoyo estatal y empresarial.
Debemos entender que existe efectivamente el “componente sistémico” del progreso tecnológico, el crecimiento y la competitividad dinámica. En este sentido, los sistemas nacionales de innovación no son una mera suma ni redes de instituciones establecidas en una ley; deben implicar en los hechos actividades e interacciones “que inician, importan, modifican y difunden nuevas tecnologías” (Freeman, 1995) en un marco de incertidumbre subyacente.
No es priorizar el stock de I + D, sino poner el énfasis en la circulación del conocimiento y en su difusión a nivel de todo el sistema económico. Tampoco es, como bien subraya Mazzucato, una perspectiva macro ni micro, sino más bien mesoeconómica, resultando que “en ella, las empresas individuales se consideran como parte de una red más amplia de empresas con las que cooperan y compiten…Desde la perspectiva mesoeconómica, la unidad de análisis no es la empresa sino la red” (Mazzucato, 2014).
El Estado, que en una vasta literatura económica aparece como un ente parásito cuyas funciones tradicionales deberíamos reducir al mínimo, siempre estuvo detrás de los grandes saltos tecnológicos de la humanidad. Si bien el ingenio privado cuenta, así como la presencia de industriales desafiantes y creativos (Henry Ford, Andrew Carnegie, John Pierpont Morgan, John Davison Rockefeller, Cornelius Vanderbilt, entre otros norteamericanos excepcionales), el Estado, por lo menos en el caso de las economías más avanzadas del mundo, incentiva y dinamiza la inversión privada, obviamente, no con el objetivo oculto de hacer “alianzas público-privadas que terminan llenando los bolsillos de unas cuantas familias que, por lo demás, tienen capturado al Estado en economías como la dominicana.
Si bien el Estado parece haber formulado la visión, la misión y el plan para transitar por el camino de la economía del conocimiento, y lo ha hecho muchas veces como puede advertirse en nuestros trabajos anteriores, hace falta ahora pasar a los hechos: de un Estado proyectado como el Leviatán del desarrollo, burocrático, inercial, corrupto y facilitador de negocios para los más ricos y también para los burócratas, correr hacia uno que sea un verdadero catalizador de las nuevas inversiones y moldeador y creador de mercados es el gran desafío.
No ese trata de una mera batalla discursiva. Implica algo muy serio: que el Estado sea un protagonista del éxito en el mercado de las nuevas ideas y que impulse efectivamente los contenidos científicos, el ingenio de las nuevas ideas y las novedades con el potencial de revolucionar sectores productivos completos. El asunto no es promulgar un decreto que formule el sistema nacional de innovación y sobre él cada cuatro años reinventar los planes y estrategias “para hacer más competitiva la economía”. Lo importante, como decía el prominente economista John M. Keynes, es que el gobierno no haga cosas “que ya están haciendo los individuos, y hacerlas un poco mejor o un poco peor, sino hacer aquellas cosas que en la actualidad no se hacen en absoluto”.
Soy de los economistas remanentes que creen, con Joan Robinson, que cuando en una economía se requieren adaptaciones a gran escala, “el control central resulta muchísimo más flexible”. Esto es absolutamente válido cuando hablamos de innovación.