“Un hombre de estado debe tener el corazón en la cabeza”- Napoleón.
La semana pasada los legisladores nos sorprendieron con un proyecto de ley que pretende eliminar leyes completas o artículos específicos de muchas otras. El análisis de las pretensiones de nuestros flamantes legisladores expone dos conclusiones trascendentes: primero, la pieza es una forma de atrincherarse en la conservación de unos irritantes privilegios de los que disfrutan desde hace décadas (exoneraciones, sobresueldos, etc.) bajo el ultimátum increíble de que su eliminación debe hacerse extensiva a todos los incentivos vigentes en la economía nacional.
Segundo, al no aplicar criterios discriminatorios, confunden gatos con liebres, sin revelar en modo alguno si los incentivos resultan pertinentes o si no tienen impactos multiplicadores visibles. Por tanto, no tantean las consecuencias de ciertas derogaciones propuestas. Tampoco las derivaciones políticas para un gobierno que promete crecimiento vía el buen trato (sacrificios tributarios) a las nuevas inversiones y proyectos.
“Después de mí el diluvio”- esta parece ser la consigna de los asambleístas, la misma atribuida a Luis XV en los últimos años de su placentera vida, cuando el descontento popular amenazaba con derrumbar la vieja monarquía francesa. Porque si bien el gobierno está en la obligación de buscar oportunidades de mejora de los ingresos fiscales por la vía de la eliminación de gastos improductivos e irracionales, el proyecto de ley nos parece la condensación suprema del egoísmo político, lo mismo que en el caso de Luis XV.
Es como si dijeran “no importa lo que ocurra más allá del Congreso si eliminan nuestros privilegios”. Estos tienen que ver fundamentalmente con el tristemente conocido barrilito, concebido supuestamente para financiar diversas asistencias sociales y económicas a las demarcaciones políticas correspondientes, así como las multimillonarias exoneraciones con veinte mil usos alternativos de alta prioridad.
El primero se vacía (el barrilito) sin que puedan mostrarse constancias creíbles de sus reales beneficiarios finales; las segundas se venden al mejor postor, contraviniendo la ley que prohíbe expresamente su transferencia a terceros. Dos privilegios provocadores. A estos “representantes del pueblo” deberían prohibirles la compra de vehículos de alta gama, la asignación de choferes y servicios de seguridad, el pago de combustible y la mitad de los viáticos para alimentación y hospedaje en Santo Domingo.
El servidor público debe ser ejemplo de humildad y servicio, eficiencia y ejemplo, no de ostentación, egoísmo mercantilista, consumo conspicuo y despilfarro de los recursos del Estado. Pero en muchos casos son genuinos exponentes del efecto demostración y de la exuberancia material en un país con vejatorias desigualdades sociales y altos índices de pobreza.
¿En cuál país de la región no existen instrumentos de apoyo al sector productivo (exenciones, deducciones, créditos, tasas reducidas, diferimientos, etc.)?
Ciertamente, el llamado gasto tributario debería ser reconsiderado (285 mil 688.7 millones proyectados para 2022). Pero cuidado: antes de proponer la eliminación masiva de los incentivos vigentes deberíamos conocer no solo su direccionamiento (inversiones, exportaciones, personal, investigación e innovación), sino también la orientación sectorial de los recursos en función del valor agregado del destinatario y su contribución al empleo o al consumo.
Estamos de acuerdo en que, dada la gran magnitud de los recursos involucrados en los incentivos a diversos compartimientos de la economía (aproximadamente 5% del PIB), deberíamos iniciar una revisión sistemática de todos los instrumentos presentes, evaluando objetivamente los impactos de cada uno en la generación de empleo, la inversión y el consumo. De entrada, estamos seguros de que las exoneraciones y el barrilito son absolutamente improductivos. Solo contribuyen con el financiamiento de los banquetes de los congresistas y la sostenibilidad de sus negocios personales.
El fatal error de Luis XV y de su sucesor en el trono Luis XVI fue no olfatear que los franceses de su época soñaban con cambios reales y menos cargas y vacuas promesas. El país ya no puede convivir con funcionarios que son recordados por sus hazañas mercantiles más que por sus obras y buenos ejemplos (como Luis XV por sus numerosas amantes).