El engaño y la falsedad se han hecho endémicos afirmaba hace un tiempo el economista John Kenneth Galbraith. Decía este autor que las personas se han rendido y decidido aceptar el fraude como algo inocente.
Por eso, se observa que “tanto los políticos como los medios de comunicación han metabolizado ya los mitos del mercado, como que las grandes corporaciones empresariales trabajan para ofrecer lo mejor para el público, que la economía se estimula si la intervención del Estado es mínima o que las obscenas diferencias salariales y el enriquecimiento de unos pocos son subproductos del sistema que hay que aceptar como males menores” (Galbraith, 2007).
El introito anterior viene a colación a partir de la lectura que estamos haciendo del libro de Galbraith, cuyo título es el mismo de este artículo, en donde el autor plantea y cuestiona el funcionamiento de la sociedad actual, realizando críticas a un sistema que, según él, retuerce a su gusto la verdad y enaltece la especulación como fruto del ingenio, la economía de libre mercado como antídoto para todos los males del mundo y la guerra como el gran instrumento de la democracia.
Y lo cierto es que la sociedad actual, con todos los adelantos tecnológicos y las innovaciones, y especialmente con la nueva inteligencia artificial, ha devenido en un mundo manipulable, en donde el consumismo es la fuente, el origen y el final de todo y, en ese contexto, el fraude y la estafa tienen amplias probabilidades de salir airosos.
Peor aún, el advenimiento de una sociedad líquida abre un espacio para que los individuos sean maleables y estafados en las decisiones que a diario deben tomar. Así la fragmentación de la identidad, inestabilidad laboral, sobredosis de información sin filtrar, economía del exceso y los desechos, falta de credibilidad de los modelos educativos, el fin del compromiso mutuo y las relaciones interpersonales fugaces configuran esa sociedad de la que hablaba Zygmunt Bauman.
Bajo el escenario anterior es que tienen lugar casos como el de George Santos, congresista republicano por Nueva York, quien, según las investigaciones, se creó una vida, utilizó un nombre falso para robar en una tienda en Brasil, falsificó títulos universitarios y se hizo pasar por descendiente judío, en un evidente fraude colosal.
Otro caso similar de reciente publicación es el de Elizabeth Silverio, supuesta neurocientífica que trataba a niños con autismo y quien fuera expuesta en un programa de televisión dominicano. Esta persona, según los datos, falsificó títulos universitarios, ejerció la psicología sin tener las capacidades ni la formación académica, mintió sobre lo que se le preguntaba, en un claro fraude que envolvía a familias enteras que invirtieron su dinero para la educación especial de sus hijos e hijas.
Casos similares de fraude también han sido los de “Mantequilla” y Jairo González, ambos acusados de establecer estafas piramidales a partir de las cuales sustrajeron de manera ilegal millones de pesos y dólares a ciudadanos incautos.
A todo lo anterior agreguen la publicidad engañosa de muchas empresas, la venta de productos adulterados o expirados, así como el timo que se hace a través de las redes sociales. El resumen de todo es que Galbraith no cree que estas estafas sean inocentes, sino que forman parte de un entramado construido exactamente para hacer que el fraude se vea como algo normal y no como un problema grave que se debería abordar con más seriedad.