[dropcap]T[/dropcap]omar la decisión de invertir en la producción de bienes y servicios para el mercado local, recurrir a un préstamo bancario para tales fines, adquirir factores de producción –llámese trabajo, materia prima, maquinarias y equipos–, involucrarse en el proceso productivo, asegurarse de sacar la mayor cantidad de artículos –bajo un concepto de eficiencia–, competir en el mercado, lograr vender lo producido, cobrar –con suerte– todo lo vendido, sacar balance y espantarse porque te das cuenta que, después de los impuestos que pagas, no tienes ni siquiera para reinvertir en el negocio, es el viacrucis por el que pasa la mayoría de los pequeños y medianos empresarios que decidieron, valientemente, hacerse transparente frente al Estado.
Pero al Estado parece importarle poco lo que le pase a las empresas, independientemente de su tamaño, localización o rubro de producción.
El Estado se ha tornado voraz, ineficiente en la política de oferta que debería impulsar y abusador en el tema impositivo.
El Gobierno, como administrador de ese Estado, es implacable, los funcionarios inescrupulosos e indolentes, desconocedores en su mayoría del esfuerzo emprendedor que realizan los pymes y, en algunos casos, carentes de conocimientos para ejercer la función propia para la que fueron designados.
Los pequeños y medianos empresarios, de su lado, no confían ni en el Estado ni en el Gobierno, y procuran evadir la mayor cantidad de impuestos, pues las utilidades no constituyen solo un objetivo, sino la única cosa a la que aspiran.
Pero también sospechan que el Gobierno administrar mal lo que pagan los empresarios, corrupción incluida. En ese esquema, compran contratas, sobornan funcionarios que evidenciar debilidades morales, pagan lo que sea por evadir el pago de impuestos y terminan siendo presa fácil de cuanto inspector pase por su negocio.
Así las cosas, el Gobierno anda siempre detrás de los pymes tratando de exprimirlos impositivamente, pues sospecha que evaden; mientras que estos últimos le huyen –con y sin razón- como el diablo a la cruz a un Gobierno gastador que ha olvidado su rol de facilitador, a pesar de la cháchara.
Bajo este escenario se va construyendo un círculo vicioso difícil de romper, pues nadie es transparente y se viven haciendo trampas. Por eso, el mercado se distorsiona y los consumidores terminan pagando las consecuencias de los hábitos del Estado/Gobierno y empresa, a través de más altos precios por los bienes y servicios que consumen. Y es lo de nunca acabar.