[dropcap]L[/dropcap]os procesos de desarrollo de cualquier país están sustentados, básicamente, en la forma en que sus gobiernos administren el gasto público, pero sobretodo en la manera en que gestionen los recursos que se destinan a las inversiones en proyectos económicos y sociales.
De hecho, todo buen gobierno debería medirse por los resultados e impactos que se tengan en el bienestar de la población, a partir de los planes, programas, proyectos e iniciativas que se implementaron en un período determinado.
Para que esto funcione de este modo, sin embargo, debería darse un alineamiento entre propósitos de los gobiernos y necesidades y aspiraciones de la población y, al mismo tiempo, que las “partituras” institucionales vayan al ritmo de lo que ha sido establecido por los hacedores de políticas y los tomadores de decisiones.
Más aún, también debería existir un esquema en donde las necesidades de la población sean plasmadas en una línea base, la cual se tomaría como punto de partida para definir, conjuntamente con los dolientes, el tipo de intervención, el alcance y los requerimientos de recursos financieros. Esto conduciría, en una estructura lógica de pensamiento, a la definición de planes y proyectos congruentes con los objetivos de desarrollo planteados.
Colocando todos los proyectos en una canasta de inversión, se decidiría, por orden de prioridad y disponibilidad de recursos estatales, cuáles de estos tiene más impacto en la población y cuáles arrojan una mejor relación entre costo y beneficio. Bajo este escenario, la gestión de la inversión pública no solo sería transparente, sino que colocaría los resultados e impactos como la pieza clave del rompecabezas que comúnmente ataca a los que están al frente de la cosa pública.
Obviamente, esto requiere de la existencia de voluntades políticas a diferentes niveles, de a la existencia de un esquema de supervisión que empiece en los procesos de elaboración de los planes –estratégicos y operativos- de las entidades que manejan fondos públicos, así como de la implementación de un sistema de consecuencias que premie resultados e impactos, no con plaquitas que adornan despachos, sino con emolumentos que animen e incentiven al trabajo.
Pero ese sistema también debe utilizarse para castigar las malas acciones, no aquellas que crea el rumor público, sino las que pueden comprobarse a partir observar que se gastó todo el presupuesto, y no hay un solo enfermo curado. Para los que piensen que estoy soñando con estas reflexiones, debo decirle que esta sería la única forma en que verdaderamente alcanzaríamos el desarrollo de República Dominicana.