Lo más fácil para los legisladores, paridos por los partidos políticos tradicionales, es aprobar una ley que no afecte directamente sus intereses particulares. A veces pasa tan rápido que casi ni nos damos cuenta.
Si se trata de aprobar un préstamo, todas las manos, con rarísimas excepciones, se levantan sin tapujo. Sin embargo, son incontables los proyectos legislativos que duermen el sueño eterno porque nunca hay consenso para su aprobación. Por doquier aparecen las excusas para, ni siquiera, incluirlos en agenda y cuando son enviados a comisión, “para estudio”, se arman las más calurosas y extendidas discusiones.
El ejemplo más fehaciente de lo que digo está demostrado en la Ley de Partidos y Agrupaciones Políticas que cursa en el Congreso Nacional. ¿Cuál ha sido el principal escollo de esta pieza? La única respuesta válida es que afecta intereses particulares. Y cualquiera pensaría que se trata de intereses partidarios. No, no es así. Posiblemente todo está relacionado con las aspiraciones personales de unos cuantos que, si se aplican reglas claras y equitativas, posiblemente salen de la palestra.
Aquí juega un papel preponderante el “yoísmo” (no quise decir egoísmo, pues sería muy fino y considerado), pues hay quienes se han llegado a creer que son los únicos “ungidos” para administrar el Estado. ¿Realmente son tan desprendidos?
Los partidos políticos, que buscan controlarlo todo, no quieren ser controlados. Y no se trata sólo de actuar a la libre. El problema fundamental está en esa madeja de la cual forman parte y que los tiene atrapados sin posibilidad de zafarse.
La insaciabilidad congénita de algunos es, además, otra variable que debe considerarse en torno a la meta de alargar el proceso a través del cual se busca controlar y fiscalizar las actividades de las organizaciones políticas. La lentitud, por supuesto, afecta todo a todos. El Presupuesto público y, por vía de consecuencia, los contribuyentes, pagan la cuaba.