Históricamente, los economistas nos hemos debatido entre el dilema de si una economía debe estar predominantemente controlada por el mercado o si esta tiene más posibilidades de transformarse a partir de una mayor intervención del Estado.
De ser controlada por el mercado, los precios de la economía se definirían a través del libre juego de la oferta y la demanda y, en ese contexto, los mercados se ajustarían solos y habría ganancia de causa tanto para los productores como para los consumidores, según algunos teóricos. En el caso de que el Estado asumiera un rol interventor, las políticas públicas estarían en el centro del debate y existiría un fuerte sesgo hacia el control de los precios y de los mercados.
Las lecciones aprendidas de este tema en América Latina, descartan que el Estado, por sí sólo, o el Mercado, con toda su arrogancia de capacidad automática de redistribución de riqueza, hayan podido resolver los problemas fundamentales relacionados con la pobreza y la desigualdad.
Salvo raras excepciones (Brasil, Chile y Bolivia, por ejemplo), lo cierto es que cuando el Estado ha decidido convertirse en el motor del desarrollo, los resultados para los pobres no han sido los mejores; pero tampoco cuando ha habido suficiente espacio para que funcione el mercado, en muchos casos apalancado en políticas neoliberales y acuerdos de libre comercio, se puede decir que la cosa funcionó para los pobres. De hecho, en algún momento existió la percepción de que “la globalización aumentó la inseguridad económica, debilitó la cohesión social y aumentó las desigualdades de ingreso y oportunidades” (Foxley, 2006).
Para el caso de la República Dominicana, ni más Estado ni más mercado han resuelto el tema de la desigualdad, la marginalidad y la pobreza. Seguimos siendo tan pobres como cuando Trujillo dominaba el espectro político-económico-social de la nación dominicana, y tan miserables como cuando Balaguer implementaba políticas de sustitución de importaciones al tiempo que imponía sus reglas a nivel político y social.
Llegaron los años 80 y 90 y nos vendieron la ilusión de que la apertura de mercado y la globalización –o más mercado- era la panacea para que los pobres de esta tierra caribeña por fin consumieran bienes y servicios a precios realmente bajos, aunque esto supusiera la desaparición de los productores nacionales. De hecho, empezaron a desaparecer los productores pero igual los precios no bajaron y la pobreza continuaba siendo el lastre de la economía y la sociedad.
A finales de los 90 el Estado dominicano se modernizó y se convirtió casi en omnipresente y eran evidentes las transformaciones estructurales que estaban siendo implementadas. Todos pensábamos que, en ese momento, las cosas realmente empezarían a cambiar para los pobres, y que esta labor iba a ser asumida por un Estado del que todos esperábamos mucho, a pesar de la historia. Igual ocurrió, los pobres siguieron estando ahí, ahora con el agravante de que venían de todas partes, de campos y provincias, y hasta comenzamos a importarlos en masa desde Haití.
El problema se complicó a principios del 2000 y ya la economía, con mucho Estado y con mucho mercado, provocó la multiplicación rápida de los pobres -como Cristo con los panes y peces-, los cuales venían en esta ocasión hasta de una clase media que fue robada por banqueros inescrupulosos, al amparo de un mercado financiero sin regulación y gobiernos evidentemente permisivos.
En conclusión, el sueño de un estado de bienestar para América Latina y, en particular, para la República Dominicana, se ha venido desvaneciendo. Ahora no confiamos en un Estado que da tumbos y que se marea por tanta democracia, al tiempo que crece, crece y crece sin medida; pero tampoco nos aliamos a un mercado cuya voracidad por la ganancia no tiene rostro ni padre ni madre. Es decir, que estamos jodidos y radiantes, quizás más lo primero que lo segundo, y quizás viceversa, como diría el poeta Benedetti. Y lo pobres siguen estando ahí, sin dolor de nadie.