John Maynard Keynes defendía la tesis de la intervención del Estado, cuando fuera necesario, para reactivar la economía. Esta receta le ha servido mucho a Estados Unidos durante diversos episodios de su historia.
La pandemia del covid-19 ha traído a la mesa de discusiones, y a la práctica, la necesaria participación pública en el sostenimiento del empleo, a través de diversos programas sociales, y la obligación de impulsar una política expansiva para garantizar recursos frescos y competitivos a los sectores productivos.
La economía global está ante el reto de ser resiliente, de reponerse a la adversidad y el choque que ha representado el covid-19 en los planes de disminución de la pobreza y de lograr, en el mediano plazo, los niveles de competitividad necesarios para producir.
Los gobiernos están en la obligación de endeudarse para mantener a flote sus economías. El aumento de la deuda, a propósito de esta crisis sanitaria, no podrá ser motivo de críticas, sin que esta condición exima de responsabilidades los errores que se cometieron en los tiempos de bonanza o crecimiento.
Ahora es el momento de revisar cuáles pasos se han dado y cuáles serán necesario dar para salir adelante. Los gobiernos deben ser más eficientes y eficaces, todo con el propósito de gastar con más calidad. La coyuntura amerita de decisiones responsables y esto, aunque una parte de la población no lo entienda, es urgente asumirlo como política de Estado.
La política fiscal y monetaria, ahora más que nunca, deben andar de las manos. Los desajustes, por leves que sean, pudieran tener efectos devastadores en la economía y las decisiones de los agentes económicos que invierten. Hay que estar de acuerdo en algo: los bancos centrales son clave para mantener la estabilidad cuando llegue la nueva normalidad, porque sin estabilidad no hay forma de que pueda haber la confianza requerida para que haya una recuperación sostenible.
El covid-19, según analistas, ha generado una disrupción de la logística de los mercados mundiales, que ha perjudicado el comportamiento de los mercados de trabajo y, fruto de esa situación, América Latina tiene hoy 30 millones más de pobres.
A lo que más que se puede esperar, en el caso de República Dominicana, es a mantener la estabilidad macroeconómica como una carta de certidumbre para que los empresarios sigan confiando en el futuro del país. Se han perdido más de 750,000 empleos localmente, lo que se traducirá en un reto importante para todos: gobierno, sector privado y sociedad en sentido general.
Lo que aún está por verse, y más en un proceso de transición, es cuál será la estrategia a seguir desde agosto en cuanto a la política monetaria. Hay un dilema: mantener las tasas de interés bajas (o bajarlas más) y el riesgo que se corre de desestabilizar el sistema financiero. La situación es de cuidado. No hay precedente de un episodio como el actual a propósito de una transición de gobierno.